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colaboraciones
LA REBELIÓN PLEBEYA
— Camila Vergara
Camila Vergara
Postdoctoral Research Scholar
Columbia Law School
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Los medios de comunicación fueron rápidos en etiquetar el levantamiento popular de Octubre 2019 en Chile como un “estallido”. Mientras políticos y comentaristas no se cansaban de repetir que “nadie vio venir” esta repentina y violenta explosión social, el pueblo movilizado tomaba conciencia tanto de su condición de subordinación como del poder constituido en la acción colectiva, clamando: “Chile despertó!”.
No es la primera vez que las elites han quedado desconcertadas ante levantamientos populares en contra de estructuras socioeconómicas opresivas; quienes gobiernan y se benefician del sistema imperante son incapaces de ver (o prefieren no enterarse de) la evidente precariedad y miseria que se generan a la par de enormes riquezas.
Para quienes han estudiado el modelo chileno, tomando en cuenta las advertencias de organismos internacionales acerca de los efectos nocivos de la extrema desigualdad en la sociedad, el levantamiento popular de Octubre no fue ninguna sorpresa. Esta rebelión del pueblo plebeyo —de quienes sólo gozan de una suerte de ‘ciudadanía de segunda clase’ y sufren de abusos sistemáticos sin posibilidad real de desagravio— se ha venido fraguando desde el origen de la “democracia de los acuerdos”.
El régimen amarrado heredado de la dictadura, nacido de un pacto de salida entre las elites en el poder y la mayoría de los líderes opositores al régimen cívico-militar de Pinochet, permitió que el modelo neoliberal impuesto por las armas y constitucionalizado en 1980 quedase protegido, pudiendo ser reproducido y profundizado sin mayor resistencia en democracia. Los gobiernos de la Concertación —coalición de partidos (supuestamente) de izquierda y de tendencia social cristiana— no sólo no cambiaron el sistema de ‘acumulación por despojo’ establecido por los Chicago Boys, sino que privatizaron y licitaron a destajo, arraigando y profundizando el rol del estado subsidiario.
La convergencia en las elites políticas para preservar el modelo económico se debió, en gran medida, a la acelerada oligarquización del poder permitida por un sistema político en que la rendición de cuentas de cara a la ciudadanía era virtualmente inexistente. Tras 15 años de acuerdos a puertas cerradas, la nueva elite Concertacionista terminó estando más cerca de la elite Pinochetista que de sus propios votantes, lo que provocó abstencionismo electoral y protesta.
Durante una ‘transición larga’ de tres décadas, múltiples elecciones libres y alternancia en el poder fueron incapaces de canalizar las demandas sociales que con creciente frecuencia perforaban la narrativa nacional de un Chile que era “el tigre de América Latina”. Este relato del ‘milagro económico’ centrado en el crecimiento vino de la mano de la clausura del debate constitucional. En 2005 Ricardo Lagos, el primer Presidente del Partido Socialista post-dictadura, luego de remover los últimos ‘enclaves autoritarios’ de la Constitución de Pinochet y de añadir su firma al texto reformado, proclamó el fin de la transición y el inicio de una democracia plena.
Sin embargo, las narrativas hegemónicas del milagro económico y el decretado cambio del paradigma político-legal no hicieron mella en las condiciones materiales del pueblo plebeyo. Los bajos salarios y el endeudamiento, la falta de acceso a salud y educación de calidad, las pensiones de pobreza, la manipulación de precios por cadenas de supermercados y farmacias, se mantuvieron, al igual que los altos retornos a las inversiones de los multimillonarios chilenos que pasarían a ser incluidos en la lista Forbes de los más ricos del mundo.
Nuevo ciclo de contención
El movimiento estudiantil que comenzó con la ‘revolución pingüina’ en 2006 —levantamiento de estudiantes secundarios en protesta del sistema educacional amparado por la Ley Orgánica Constitucional de Enseñanza— marca el inicio de un ‘ciclo de contención política’ que llegó a su punto más álgido 13 años más tarde durante la rebelión de Octubre. A las primeras protestas en contra del sistema educacional se sumaron: las movilizaciones de los gremios en 2008; las marchas en contra de la construcción de plantas hidroeléctricas en Aysén en 2011; el activismo a favor de una asamblea constituyente que llamó a marcar el voto en 2013; además de las protestas más recientes en contra de los sistemas de pensiones y de salud, las marchas exigiendo justicia por el líder Mapuche Camilo Catrillanca asesinado por la policía en la Araucanía y la ‘revolución feminista’ en contra del acoso sexual y el estado patriarcal.
Pero la energía constituyente que animó el levantamiento popular de Octubre surgió del acto de desobediencia civil por parte de estudiantes secundarios en Santiago, quienes evadieron colectivamente el pasaje del metro para protestar el impacto del aumento de la tarifa en las familias de clase trabajadora. Haciendo uso de su ‘poder estructural’ como usuarios del transporte público, olas pingüinas inundaron las estaciones de metro entonando: “Evadir, no pagar, otra forma de luchar!”. Esta nueva generación de jóvenes revolucionarios logró con su acción colectiva solidaria, acelerar el ciclo de contención, abriendo paso a la movilización masiva que terminaría forzando al gobierno del Presidente Piñera a pactar un plebiscito en el que los ciudadanos darían inicio a un proceso constituyente para reemplazar la Constitución de Pinochet-Lagos.
Repitiendo de cierta manera la historia, el gobierno, viéndose acorralado por un proceso que no podría parar, decide controlarlo, llamando a una reunión a puertas cerradas a un grupo selecto de líderes políticos de la oposición para forzar reglas beneficiosas para la coalición de gobierno y la protección del modelo. De esa reunión emanó el “Acuerdo por la Paz y una Nueva Constitución”, firmado en la madrugada del 15 de Noviembre, que le dio a la minoría el poder de vetar el cambio social al interior de la convención. Aunque el proceso constituyente emanó de la fuerza popular en las calles, y por tanto es en esencia plebeyo, los representantes de partidos políticos desprestigiados, abrogándose una autoridad de la que carecían, pactaron no sólo los límites del poder constituyente, sino que también la forma institucional para la toma de decisiones.
Además de imponer la controvertida supermayoría de 2/3 para la aceptación de cada artículo de la nueva constitución —lo que en la práctica le da poder de veto a la minoría que busca preservar el modelo— el acuerdo impuso la “convención” —un grupo selecto que negocia, escribe y aprueba las reglas constitucionales— como la única institución constituyente, lo que efectivamente excluyó del proceso la participación colectiva del pueblo organizado en cabildos y asambleas comunales.
Sin embargo, el intento de cooptación del proceso constituyente plebeyo sólo fue parcialmente exitoso. Resistiendo un pacto que imponía mecanismos y procedimientos elitistas y contra-mayoritarios, el pueblo plebeyo siguió marchando, a pesar del acuerdo en las cúpulas y la brutal represión estatal que cobraba decenas de ojos de quienes ya no podían dejar de ver. El proceso formal, discutido y aprobado por el Congreso, no fue capaz de suplantar el proceso en el que el pueblo plebeyo tomaba conciencia como sujeto político. La acción colectiva, que comenzó con la evasión masiva del pago del transporte público, se localizó en la ex Plaza Italia, renombrada Dignidad (lugar que divide en el imaginario social el Santiago de privilegio del Santiago plebeyo); su ocupación cada viernes rutinizó la resistencia, estableciendo una comunidad rebelada que luchaba unida en contra de las fuerzas policiales que buscaban desalojar el territorio reclamado para re-imponer una normalidad opresiva.
Cabildos constituyentes
En paralelo a las movilizaciones surgieron, a lo largo del país, cabildos y asambleas organizadas desde los territorios y centradas en diversos temas, grupos de interés y profesiones. En estas reuniones locales se compartieron experiencias de opresión e injustica además de ideas para el nuevo pacto social. Reconstruyendo un tejido sociopolítico rasgado por los años de dictadura y la hegemonía del consumismo individualista, el pueblo plebeyo, reunido, se constituía a través de su acción colectiva y del poder creativo que surge en el actuar juntos.
Aunque la pandemia dejó temporalmente suspendida la efervescencia política, redirigiendo la energía comunal hacia la ayuda mutua para lidiar con la crisis de abastecimiento y desposesión, el proceso constituyente popular no tardó en adaptarse al nuevo contexto. La forma de comunicación impuesta por las cuarentenas, que permitió sólo reuniones virtuales, facilitó enlaces entre cabildos de distintas regiones y la circulación orgánica de ideas. Los cientos de conversatorios gratuitos, organizados para discutir acerca del proceso constituyente, y convocados por universidades, centros de pensamiento, asambleas territoriales, círculos de estudiantes y radios populares, mantuvieron una discusión activa a acerca del proceso, así como también de los derechos socioeconómicos que debieran ser parte del marco constitucional.
Luego de que 78% de los votantes apoyara el apruebo y la convención constitucional paritaria en el reciente plebiscito, se abrió formalmente el proceso constituyente que ya llevaba meses de discusión en algunos territorios. El plebiscito —como mecanismo de consulta vinculante, en que los ciudadanos autorizan o vetan directamente cursos de acción por parte de los poderes del estado— no solo registró de manera cuantitativa el proceso plebeyo que se había originado en la evasión de normas y ocupación de espacios públicos, sino que también superpuso un proceso legal paralelo al proceso ‘desde abajo’, sujeto a mecanismos establecidos que benefician a quienes ya ejercen el poder y a sus maquinarias partidistas.
Existe consenso en que la representación en la convención constitucional no es suficiente. Aunque el concepto de participación se invoca frecuentemente, de forma genuina o sólo para sumar adherentes, no se ha profundizado en qué significaría la participación en términos de mecanismos y poder. Participar con voz, de manera consultiva y expresiva, pero sin voto, sin poder real para imponer artículos en la constitución que permitan lograr cambios estructurales desde las bases, entrega legitimidad popular a un proceso dirigido desde las cúpulas y enfocado a cambiar lo menos posible de un sistema que les beneficia.
Con el inicio de las campañas electorales, la propaganda y los liderazgos amenazan con opacar y drenar la energía política de los ciudadanos, quienes igual que el proceso constituyente deben transitar en dos vías: como electores deberán apostar con sus votos a ser representados en el proceso formal, y como actores políticos deberán deliberar y decidir qué principios y derechos debieran estar contenidos en el nuevo texto constitucional. Ciertamente, estas dos vías (electoral y popular) no son excluyentes, sino que complementarias. Más aún, el proceso popular es absolutamente necesario para asegurar la representatividad en la Convención. Debido a que no existe ningún mecanismo para forzar a los constituyentes elegidos a seguir sus promesas de campaña, además de deliberaciones transparentes, se requerirá de poder y autoridad populares, capaz de forzar obediencia en caso de transgresiones desde fuera.
Aunque el poder constituyente popular surgió de la rebelión de Octubre, y se actualiza periódicamente en la acción directa en las calles, la autoridad constituyente necesita instituciones donde poder habitar y sostenerse en el tiempo. La autoridad del pueblo plebeyo, organizado en contra del poder oligárquico y su modelo neoliberal, necesita constituirse al interior de órganos políticos propios, inclusivos e igualitarios, y emanar desde los territorios para canalizar la sabiduría popular local hacia la toma de decisiones.
El rol histórico del pueblo plebeyo es profundizar y extender su organización. En oposición a la organización jerárquica del gobierno central, y de manera similar a la estructura neurobiológica de las plantas en la que hay ‘cerebros’ en cada raíz, una red de cabildos constituyentes operaría de manera descentralizada y autónoma, enviando señales a través del tejido político popular. Y al igual que una planta ‘decide’ exactamente en qué dirección desplegar sus raíces y hojas, el pueblo como red deliberativa podría pensar, discutir y decidir, desde los territorios, acerca de los derechos que debieran estar garantizados en la Constitución para así asegurar que las opresivas relaciones socioeconómicas existentes sean desmanteladas y el pueblo plebeyo pueda vivir realmente libre de dominación.
Chile se encuentra en una coyuntura propicia para el cambio estructural ya que las instituciones han perdido legitimidad, haciendo posible el ejercicio del pensamiento crítico sobre la forma en que se organiza el poder político. Mientras las instituciones representativas han probado ser deficientes en la protección de los intereses de la mayoría, permitiendo una desigualdad extrema, los tribunales de justicia, en vez de proteger a los individuos de la opresión, ejecutan fríamente los dictámenes que criminalizan la pobreza y la protesta. Es por esto que, para que el proceso constituyente resulte en un nuevo pacto social que estabilice la revolución y resulte en una sociedad justa libre de abusos de poder, es necesario incorporar una nueva institucionalidad plebeya a través de la cual el pueblo pueda ejercer control sobre el gobierno representativo. El pueblo debe dejar de ser un mero agregado de consumidores de política y constituirse como un actor político en una red de cabildos comunales a nivel nacional capaz de cambiar las relaciones de poder en nuestra sociedad, desde las bases y los territorios, de manera orgánica y descentralizada.