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Nueva Constitución: una oportunidad para garantizar reproducción social e ir más allá del estado subsidiario.
— Valentina Saavedra
Valentina Saavedra
Militante partido Comunes, arquitecta feminista, académica del Instituto de la Vivienda de la Universidad de Chile, directora de Vértice Urbano, Co-fundadora de la Red de Mujeres por la Ciudad e integrante de la Asamblea Feminista Plurinacional.
Proceso constituyente como oportunidad histórica.
Octubre del 2019 marcó un antes y un después en la historia de Chile. El llamado “estallido social” ha abierto la posibilidad de abrir un debate tan profundo como los cimientos del Estado, el modelo económico y su relación con la sociedad a partir de construir y pensar una Nueva Constitución, la primera democrática de la historia de Chile.
Dicho proceso, si bien aún está en juego, puede marcar un punto de partida de reconstrucción de vínculos sociales y políticos, en la medida que implique una ampliación de intereses que se juegan en el campo de disputa política y supere los altos niveles de desafección y cuestionamiento social, pero sobre todo de elitización del debate público, que poco se hace cargo de la realidad de las mayorías sociales. Para esto, la oportunidad de elaborar una carta magna desde un órgano constitucional paritario, plurinacional e inclusivo es fundamental, en la medida en que apuesta no sólo en lo orgánico, sino que en lo político-programático, representar la diversidad social que abrió este proceso.
En la misma línea, una cuota de responsabilidad es dotar de contenido la discusión y asumir la interconexión que existe entre el plebiscito, la elección de constitucionales y el resultado del debate constitucional. Es decir, que si vaciamos hoy de contenido la votación del 25 de octubre, aumentamos las dificultades de ampliar la cancha para que la nueva Constitución sea realmente una alternativa que represente al nuevo Chile y no sólo meras modificaciones a la actual.
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Lo curioso es que no sólo tenemos un Estado subsidiario, sino que tenemos un Estado al servicio de la ganancia empresarial, facilitando -sino asegurando- ganancias, transformándolos como único camino u “ofertante” de derechos.
En ese sentido, resulta fundamental avanzar en conquistar garantías constitucionales a los derechos sexuales y reproductivos, a la educación sexual integral, y, en el fondo, a la promoción de la ciudadanía plena de las mujeres. Bases que permitan un despliegue político institucional de lo que ya es socialmente un nuevo estadio de las mujeres.
Constitución y Estado subsidiario.
Es difícil referirse al debate constitucional sin antes someter a un análisis crítico a la constitución actual, cuestión que supera el momento en que fue escrita, ya que si bien su origen y médula radica en la dictadura, su consolidación e incluso adaptación fue promovida y ejecutada en democracia por los gobiernos concertacionistas.
La constitución contiene diferentes amarres que han funcionado como cimientos para el modelo actual, y a la vez han marcado límites para el debate público y los cambios que se pueden promover desde la ciudadanía. Así lo han visto diferentes movimientos sociales que han demandado cambios sustantivos durante las últimas décadas, como el movimiento socio-ambiental cuando demanda derecho al agua y la vida, el movimiento estudiantil por el derecho a la educación, las feministas que han demandado derechos sexuales y reproductivos, la coordinadora No Más AFP que busca derecho a una vejez digna, entre otros. Cada uno de estos movimientos, se han enfrentado a catalogaciones de inconstitucionalidad, de superposición de garantías constitucionales y así.
El tope que probablemente más se haya logrado evidenciar por la sociedad movilizada es el carácter subsidiario del Estado amparado por la carta magna neoliberal de Chile. Dicho principio se basa en que la agencia principal de la sociedad radica en las y los individuos, por sobre las instituciones públicas y el Estado. De esta manera, la libertad radica en cada persona, pero también los beneficios o derechos que logre alcanzar, lo que comúnmente se ha llamado “rascarse con las propias uñas” y que en la sociedad del neoliberalismo avanzado de Chile se ha convertido en la capacidad de adquisición de servicios, protección y reproducción social a través de medios privados, en los que supuestamente el Estado tendría que intervenir en los márgenes, es decir en aquellos ámbitos o sectores sociales que no puedan ser cubiertos por el mercado.
Sin embargo, la realidad chilena dista incluso de estas definiciones, pues el Estado es más grande de lo que vemos a primera vista e interviene más de lo que alcanzamos a percibir en nuestras vidas. La razón de ello es que su intervención ha sido durante décadas a favor de un sector privilegiado de la población que acumula las grandes riquezas de Chile, gran parte de ellas generadas a través de la venta de derechos como educación, salud, pensiones, vivienda, entre otros.
Este rol pro-empresarial del Estado toma diferentes formas y quizás las más perceptibles por cada una de nosotras y nosotros tiene relación con los derechos negados. Lo vemos en la falsa elección del sistema de previsión con el que queremos jubilar, donde las opciones sólo se encuentran en las aseguradoras de fondos de pensiones (AFP), a las que incluso hace un año quienes no poseen contrato ni derechos laborales se han visto obligados a cotizar. Situación similar vemos en el sistema habitacional, donde el estrecho vínculo de subsidios habitacionales y la Cámara Chilena de la Construcción ha consolidado un amplio negocio de vivienda social de bajo estándar y localización, que en vez de ser un paso de superación de la pobreza tiende a ser un consolidador del mismo. Complementado -por supuesto- con la obligación de un crédito hipotecario en la banca privada. No muy distinto al sistema de educación superior que se sostiene en el endeudamiento de familias, con aval estatal y formaciones de dudosa proyección profesional. En el sistema de salud nos encontramos con las grandes ganancias de clínicas privadas adquiridas por arriendo de mobiliario para el sistema público, que prefiere no invertir en uno propio, al mismo tiempo que segrega a la población según sus ingresos en dos sistemas de aseguramiento de la salud que estigmatizan, pero sobre todo empobrecen al sistema público.
Lo curioso es que no sólo tenemos un Estado subsidiario, sino que tenemos un Estado al servicio de la ganancia empresarial, facilitando -sino asegurando- ganancias, transformándolos como único camino u “ofertante” de derechos. Situación que no termina ahí. Existen ámbitos de acción que incluso con todo lo mencionado debieran ser potestad pública, pues tienen relación con la sostenibilidad de la vida, como lo son los derechos al agua, a servicios básicos, transporte público, entre otros -que por las condiciones territoriales y urbanas, no caben en la dinámica clásica de oferta y demanda del mercado, ya que son de oferta finita-, que al privatizarlos, han implicado, en los casos mencionados, la generación de monopolios con demanda inelástica. Lo anterior redunda en que inversores y propietarios son los únicos que gozan de potestad de definir calidad y costo de los servicios que ofrecen, siendo las entidades públicas espacios de consulta o fiscalización con limitadas capacidades de acción. Así lo vemos en el alza de transporte público periódica, sin aumento de calidad o frecuencia de por medio; también lo conocimos hace no mucho con el colapso de empresas de agua potable en el sur o lo vemos frecuentemente con las empresas de electricidad, donde las fiscalizaciones y sanciones monetarias no han sido suficientes para poner en el centro la garantía y calidad de servicios para la población.
Subsidiariedad y derechos a los cuidados.
Si bien la constitución no plantea explícitamente la relación subsidiaria del Estado con la sociedad, la construye en base al principio que motivó a quienes la escribieron, explicitando los límites que pudieran ampliar el carácter del Estado y por lo tanto poner en juego los intereses empresariales resguardados en su escrito. Para esto un resguardo fundamental ha sido el derecho de propiedad, que se pone por sobre cualquier otro derecho.
Sumado a lo anterior, la privatización de derechos y el rol subsidiario que ha adoptado el Estado se basa en un pacto neoliberal y patriarcal que descansa en que cada sujeto en su ámbito personal resuelva las necesidades básicas de la vida humana y social, así como la reproducción de esta. Es ahí donde la alianza capitalista patriarcal toma una nueva forma en la fase neoliberal.
Al respecto, la constitución también resguarda dicha dinámica, protegiendo en gran medida a la familia, en el modelo heterosexual tradicional, lo que le permite asumir que por mandatos sociales sobre los roles de género, dentro de cada familia existan sujetas invisibles que resolverán aquello que ni el Estado ni la sociedad están resolviendo: los cuidados, las labores domésticas y la reproducción social en su conjunto. Y la consecuencia de ello es que ante la ausencia de derechos sociales o espacios sociales de cuidados, como educación pública, salud pública, vivienda adecuada, pensiones dignas y solidarias, tienden a ser las mujeres o identidades feminizadas las que se llevan un aumento de carga para suplir el vacío de reproducción que deja el Estado.
Para lo anterior, la regulación familiar y el resguardo de la propiedad como derecho de primer orden se transforman en pilares fundantes de la relación social que propone la constitución, siendo la familia la poseedora y protectora de la propiedad, que constituye el ámbito donde se deben resolver todas las necesidades privadas o privatizadas.
Esta es la razón de la centralidad en la familia como espacio de ejercicio de cuidados y encargada de resolver la reproducción social en el ámbito privado. Esta paga o se endeuda para externalizar en el sistema privado servicios que suelen atenderse por trabajadoras precarizadas, o se asumen cuidados domésticos a costa de renuncias a la vida por parte de mujeres o identidades feminizadas del espacio familiar, lo que genera disminución de los niveles de independencia, potencial violencia económica, frustraciones, mala calidad de vida, ausencia de tiempo propio, entre otras. Esto que dificulta no sólo el desarrollo personal, sino que incluso la capacidad de participación pública y política en los procesos que transcurren en la sociedad. Finalmente, la precarización nos limita la posibilidad de gozar de ciudadanía plena, lo cual deviene en limitaciones para ejercer cargos públicos, dirigencias sociales o laborales, que en el último tiempo se ha buscado corregir a través del sistema de cuotas.
Desafíos de una nueva Constitución.
La garantía de derechos es probablemente el acuerdo que más ampliamente se comparte por la sociedad como conquista para la nueva constitución en Chile. Incluso sectores conservadores han optado por adherirse a esas definiciones con tal de no disminuir su apoyo. Sin embargo, considerando la oportunidad histórica de transformar los pilares del modelo neoliberal de nuestro país, este debiese ser el piso mínimo desde donde pararse para los sectores progresistas y de izquierda. Coherentemente debiese ser también una invitación a cuestionar la protección a la propiedad privada y la centralidad del individuo y la familia por sobre el centro en la sociedad.
Pero no sólo de derechos trata la constitución. El feminismo ha puesto cuestionamientos más globales y estructurales hace largo tiempo, que tienen directa relación con la urgencia de distribución del poder como vía de solución a la crisis social y política en la que está sumergido nuestro país no desde el 18 de octubre del 2019, sino que desde que comenzó a acumularse el malestar que se expresó en dicho estallido, lo que nos remite a décadas de injusticias y privilegios. En ese sentido, resulta fundamental avanzar en conquistar garantías constitucionales a los derechos sexuales y reproductivos, a la educación sexual integral, y, en el fondo, a la promoción de la ciudadanía plena de las mujeres. Bases que permitan un despliegue político institucional de lo que ya es socialmente un nuevo estadio de las mujeres.
Es entonces una oportunidad de pensar en un sistema de justicia que no reproduzca privilegios de clase, género, etnia y nacionalidad. Es pensar en un Estado descentralizado que reconozca la diversidad de realidades que posee el territorio nacional, con gobiernos locales capaces de promover el desarrollo local y evitar, así, la permanente migración interna. Es pensar el tipo de congreso que promoveremos, como uno que disminuya sus trabas burocráticas para resistir a los cambios -por ejemplo, pasar a un congreso unicameral con mayores facultades, expresivo de la real diversidad social del territorio chileno, y por lo tanto contrarrestando el presidencialismo actual-.
Es pensar en un Estado que cuide a la población y no uno que la restrinja y someta; que redistribuya el poder y garantice derechos. Se trata, finalmente, de abrir la posibilidad de pasar de un país profundamente neoliberal a un modelo que ponga en el centro la vida y su reproducción.