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11.
Verde profundo: una constitución
para los próximos 1000 años
— Gabriela Cabaña
Gabriela Cabaña
Socióloga y candidata a doctora en antropología
London School of Economics and Political Science
Ex militante de Revolución Democrática
Una constitución ecológica es una constitución descolonizadora: nos demanda descolonizar desde los espacios de cuidado a los ecosistemas que hemos puesto al servicio, en una lógica sacrifical, del crecimiento de un ente abstracto llamado “la economía”.
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Una constitución verdaderamente ecológica nos demanda no dejar a los cuidados como un tema al final, algo a ser corregido o compensado, sino como punto de partida de un proyecto político. Requiere también liberar este concepto de sus típicos límites antropocéntrico individualizados, que ignoran nuestro entrelazamiento íntimo con los territorios que habitamos. Es, en un sentido profundo, el desafío de transformar el sujeto de la emancipación que deseamos.
Este artículo explora la posibilidad de construir una constitución ecológica para Chile como parte de un replanteamiento de nuestra civilización en un futuro profundo, proponiendo un pacto social radicalmente distinto. Debido a los cambios medulares que sufrirá nuestro clima y nuestros ecosistemas en los próximos siglos, esto requerirá ir más allá del mandato de “preservar y cuidar” la naturaleza. Este principio, ya instalado en nuestros discursos, ha probado ser insuficiente. En este artículo desarrollo una crítica a esta insuficiencia desde un paradigma feminista de cuidados.
Para abordar la pregunta ¿Cómo sería una constitución ecológica? Es necesario, en un gesto de honestidad intelectual, tomar en serio los escenarios futuros y perspectivas de cambio en la biósfera y ecosistemas locales que la ciencia nos presenta. El último reporte del Panel Intergubernamental en Cambio Climático en 2018 describe de manera preocupante los escenarios y diversos impactos de un mundo con un calentamiento de 2ºC celsius sobre niveles pre-industriales: aumento de fenómenos climáticos extremos incluyendo sequía; aumento del nivel del mar que continuará luego del fin de este siglo; menor rendimiento de plantaciones como el trigo y el arroz dentro de las próximas décadas (IPCC, 2018). A esto hay que sumarle un ritmo nunca visto de extinción de especies y pérdida de biodiversidad (IPBES, 2019). Es difícil sopesar con justicia el terriblemente adverso escenario futuro que estos reportes nos dibujan, pero con cada re-evaluación de los avances de la crisis ecológica queda más claro que el proceso se está acelerando y agravando. Lo más repetido en estos documentos es que estas tendencias se han profundizado a pesar de los inéditos esfuerzos diplomáticos y políticos por romper la tendencia al aumento en emisiones y otras actividades destructivas.
Necesitamos dar un paso atrás y replantear el problema no como uno acotado al nicho ecológico—siempre marginado en los debates políticos—sino como una de las múltiples aristas de una crisis sistémica más amplia. En una búsqueda de ese horizonte, este artículo sale del fatalismo de que lo único posible de hacer al ir a bordo de un tren camino a un precipicio es acelerar aún más, y propone lineamientos no incrementalistas.
Salir de la trampa del trabajo
Por un lado, el desafío requiere desarrollar una mirada política de izquierda a los orígenes profundos de nuestra catástrofe social-ecológica ecológica actual, en cierta medida superando los sujetos históricos de períodos previos. La izquierda, en un sentido amplio, ha inspirado sus ideales de emancipación en la figura del obrero (hombre) en su rol productivo, en oposición al capital (el “conflicto capital-trabajo”). Las teóricas feministas marxistas llevan varias décadas mostrando cómo esta visión angosta de la creación de valor excluye prácticas como el trabajo doméstico, reproductivo o de cuidados, desproporcionadamente llevado a cabo por mujeres (véase por ejemplo Federici, 2012; Folbre, 1982). Esta crítica, a pesar de su contundencia, ha permanecido relegada a círculos feministas hasta la actualidad. Esto es probablemente reflejo de un atascamiento del proyecto emancipador de la izquierda, que se ha centrado en enfrentar al neoliberalismo, olvidando estructuras opresivas que le antecedieron y que se han profundizado en las últimas décadas. Gran parte de esa opresión ha sido la explotación e invisibilización del trabajo feminizado de los cuidados.
Para esto es útil tomar una perspectiva de cuidados, no sólo como elemento central para la sostenibilidad de la vida, sino como paradigma crítico a la economía convencional (Perez Orozco, 2014). Este concepto trae a la luz la articulación del cuidado de las personas con el cuidado de las otras formas de vida—vale decir, ecología en su sentido original—en una relación de ecodependencia e interdependencia (Herrero, 2013). Una constitución verdaderamente ecológica nos demanda no dejar a los cuidados como un tema al final, algo a ser corregido o compensado, sino como punto de partida de un proyecto político. Requiere también liberar este concepto de sus típicos límites antropocéntrico individualizados, que ignoran nuestro entrelazamiento íntimo con los territorios que habitamos. Es, en un sentido profundo, el desafío de transformar el sujeto de la emancipación que deseamos.
Para avanzar en la crítica: hasta ahora, entendemos la tarea de la economía en torno a la producción y circulación de cosas—bienes, objetos—y, en menor medida, de servicios; los que de todas formas conceptualizamos bajo la modalidad de la mercancía-objeto. La emancipación se ha concebido como poder apropiarnos y disponer del valor que producimos a través del trabajo. Ignorar el rol de los cuidados en esta escena nos ha llevado a una colonización de la vida por el mundo del trabajo (Hochschild en Weeks, 2007); lo que nos ha impedido cuestionar el rol y el espacio que le damos a esta actividad. Este proceso ha ido de la mano de la ampliación de las fronteras extractivas que perpetúan una forma colonial del poder propia del capitalismo (Quijano, 2011).
Diversos estudios han señalado la necesidad urgente de bajar la intensidad de carbono de nuestra economía, siendo la cantidad de horas que dedicamos al trabajo uno de los puntos posibles de intervenir (Antal, 2018). Trabajar menos nos permitiría dar más espacio al cuidado y otras prácticas de disfrute y recreación menos depredadoras. Esto requeriría des-sacralizar el trabajo en su rol económico-político—dimensiones que van entrelazadas—y pensar de otra manera la dignidad humana. Hasta ahora, nuestras instituciones de política social han reflejado este principio: la integración al bienestar se hace a través del acceso al empleo, o dependiendo de alguien con acceso al trabajo remunerado. Las únicas excluidas son las personas que “en el futuro serán trabajadores” (menores) o “ya fueron trabajadores” (mayores). Tener como horizonte una vida menos dedicada al trabajo nos permitiría, en suma, re-pensar el desafío de la redistribución fuera de la necesidad de crecimiento económico, que una y otra vez es esgrimido desde la izquierda y la derecha por su acople con los niveles de empleo.
Este enfoque ofrece una alternativa hasta lo que ahora ha sido la estrategia clásica de grupos activistas preocupados de la debacle ambiental, que se enfoca en moderar y reducir el consumo. Más que insistir en argumentos moralizantes sobre el consumo o “consumismo”—que aparte de ser poco efectivos, generan rechazo—e insistir en que la autorrestricción es desagradable pero necesaria “para salvar el planeta”; un proyecto político más interesante para la izquierda sería volver a ideas de abundancia radical (Hickel, 2019) que vienen de una reapropiación de lo común. Nuestro sistema actual se basa en el consumo individualizado y en la extensión innecesaria de cadenas de producción y distribución que han sido impuestas en nombre de la eficiencia, pero que más que eficientes van en servicio de las ganancias de las grandes trasnacionales. No tiene nada de eficiente, por ejemplo, ser una “potencia agroalimentaria” mientras perdemos soberanía alimentaria y degradamos nuestros suelos y mares. Sin embargo, muchas veces el último recurso para defender industrias como la de la palta o la salmonicultura es que “dan trabajo”, lo que muchas veces nos paraliza o al menos hace dudar en nuestra crítica.
Estas transformaciones sólo serán posibles con nuevos derechos que nos permitan no ligar supervivencia al productivismo. Un ejemplo de política que nos movería en esa dirección es una Renta Básica Universal. Desarrollo el rol de esta política y su relación con la idea de dignidad en otra parte (Cabaña, 2019). Aquí basta decir que la inclusión de este elemento en una nueva constitución podría ser una de las intervenciones que más fortalezcan su carácter de “verde”.
Constituir una nueva sociedad
La necesidad de este re-planteamiento se vuelve aún más evidente cuando observamos los recientes esfuerzos constitucionales de nuestra región que también buscaron incluir estos elementos en el corazón de sus textos.
Tomemos como ejemplo los casos de Bolivia y Ecuador, que han llamado la atención en el debate reciente por sus ideas de Buen Vivir y Derechos de la Naturaleza. Mientras en Ecuador la inclusión del concepto de Buen Vivir en la constitución de 2008 fue celebrada como una gran victoria política, en cuestión de años pasó a ser considerada por algunos como una herramienta de “marketing político”. En palabras de Alberto Acosta, presidente de la asamblea constituyente ecuatoriana: “Más allá de los discursos grandilocuentes y de los ofrecimientos de cambios radicales, no hay una transformación de la modalidad de acumulación, se mantiene la esencia extractivista y no se quiere afectar la concentración de la riqueza.” (2014:112). En Bolivia, donde el proyecto plurinacional también fue ampliamente celebrado por la izquierda latinoamericana, apenas acabado el proceso constituyente se alzaban voces críticas del desarrollismo del gobierno de Evo Morales. Tal como relata Schavelzon: “García Linera decía: ‘Hoy no estamos abriendo paso en el norte amazónico para que entre Repsol o Petrobras. Estamos abriendo paso en la Amazonía para que entre el Estado’” (2012:567). Las consideraciones medioambientales eran de nuevo postergadas en un segundo plano, en nombre de las necesidades del estado e incluso como vía para salir del actual momento extractivista.
Sin duda las inclusiones de estos conceptos en ambos textos jurídicos representan una apertura inédita, que debe celebrarse. Pero también debemos aprender de las tensiones que no se lograron superar. Podemos observar la sorprendente resistencia de lo que Gudynas llama el “estado compensador” (Gudynas, 2012) que usa como justificativo moral el uso de recursos para proyectos y programas sociales cuando profundiza prácticas extractivas cuyos devastadores efectos llevan décadas siendo denunciados por quienes habitan los territorios de sacrificio. Los mecanismos coloniales que perpetúan esta opresión se manifiestan ya no al nivel de la relación imperio-colonia del pasado si no que al interior de los estados-nación, en la forma de colonialismo interno (González Casanova, 2006). Hasta ahora, la receta para subsanar nuestra incapacidad de romper con el lugar subordinado en la economía mundial ha sido la misma: industrialización y sofisticación tecnológica para agregar valor a lo que se extrae. Curiosamente, se omite que esta estrategia sencillamente no resuelve los crímenes del extractivismo. Más bien nos continúa atando a nuestro paradigma civilizatorio productivista y profundizando un modelo de economía política que requiere del crecimiento económico para la estabilidad social.
Las recientes experiencias latinoamericanas de transformación desde la izquierda nos dejan una advertencia importante: la necesidad de ir más allá de las figuras jurídicas (como la idea de “derechos de la naturaleza”) o cambios en la propiedad (del mercado al estado) para realmente trascender las trampas del extractivismo. El momento constituyente puede ser mejor aprovechado como una oportunidad para cuestionar nuestros supuestos civilizatorios, más allá del resultado como texto escrito.
No hacer estas preguntas con el horizonte temporal adecuado y teniendo en mente los cambios de los próximos 1000 años hará que nos conformemos y felicitemos por inaugurar turbinas de viento que durarán poco más de 20 años en uso, y que dejarán como legado destrucción de ecosistemas milenarios fundamentales para la vida, como ha sido el caso de los megaparques eólicos en Chiloé (Sannazzaro et al., 2017). En esto la izquierda no puede seguir la ceguera tecnocrática de la derecha. Seguir esperando la llegada providencial de tecnologías faraónicas que prometen sacarnos de estas tensiones tiene el inaceptable costo de seguir aplazando procesos más profundos de transformación a una sociedad post-carbón. Sin duda es difícil no seguir el canto de sirenas—el mismo IPCC ha funcionado bajo escenarios futuros en los que de golpe contamos tecnologías de emisiones negativas escalables—pero es la única postura realista a tomar para quienes no estamos dispuestas a ignorar la evidencia científica, histórica y ecológica disponible.
Conclusiones
Una constitución ecológica es una constitución descolonizadora: nos demanda descolonizar desde los espacios de cuidado a los ecosistemas que hemos puesto al servicio, en una lógica sacrifical, del crecimiento de un ente abstracto llamado “la economía”. La aceptación de esta premisa como necesidad inamovible es lo que ha sostenido a Chile como un estado centralizado y saqueador de ciertos territorios marcados para ser “polos de desarrollo”, un eufemismo para la imposición de zonas de sacrificio.
Los desafíos de la crisis socioambiental tienen su origen antes del neoliberalismo, incluso antes del capitalismo en su periodización clásica. Demandan una reconsideración y transformación de nuestra civilización, las subjetividades y los territorios con lo que pensamos lo político. El llamado es a crear un mundo nuevo a la altura de los cambios catastróficos que vivirá la especie humana los próximos 1000 años.
Referencias bibliográficas
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